jueves, 31 de diciembre de 2020

2020 casi me deja sin padres.

Creo que en diciembre de 2019 ya muchos experimentaban un serio presentimiento de que el año entrante no iba a ser tan bonito. Recuerdo que en algún momento de ese mes, sentí que vendrían muchas "sorpresas", pero quizás no presté mucha atención. Después de todo, aunque creo en las señales, no las reconozco todas. En fin, 2020 llegó al planeta con mucha agresividad. Incendios, la tercera guerra mundial, batallas políticas, huracanes, entre muchas otras cosas más.

Pero el Coronavirus fue lo que desató en el mundo tanta desolación, y en lo personal, la peor tristeza que he sentido en mi vida de 36 años y contando.

Viviendo en casa de mis padres, con mi amada novia/esposa lejos y temporalmente en su casa, la tristeza llegó a nuestra puerta. Recuerdo el día en que se anunció que el Covid ya estaba acá; y sé que no solamente yo sentimos un soplo de incertidumbre y nervios terrible, porque todos estábamos y estamos amenazados por semejante virus asesino.

Mamá le rogaba a papá que se cuidara en las calles mientras trabajaba, todos hacíamos enormes esfuerzos por mantener limpias nuestras manos y hogar, pero nada pudo ser efectivo. El Covid llegó a la familia, azotando despiadadamente primero a mi padre de más de 60 años, y seguido a mi madre de casi 60 años. Vi caer dos robles, dos árboles llenos de heridas del pasado, pero con corazones enormes que sentí que en algún momento iban a dejar de latir.

Al mismo tiempo, mi cuñada llamaba a un médico privado (excelente, por cierto) para que evaluara la situación en mi casa. Jamás quisimos ir a un hospital, pues para nosotros, hacer eso era despedirnos de nuestros viejos. Y no quiero decir que en los hospitales no hay profesionales que arriesgan sus vidas, simplemente, no quisimos hacerlo. Aunque la economía estaba demasiado dura en esos tiempos, con tantos gastos en medicinas y tanta gente comerciando todo lo necesario a precios absurdos nos quedamos con el doctor privado que mencioné al inicio de este párrafo.

Los análisis del doctor no eran nada alentadores, tanto mamá como papá estaban muriendo. El Covid estaba dentro de ellos, hizo una sala, un comedor y un patio en sus cuerpos, y no se quería ir. Mis padres empezaban a dejar de comer, a no salir de los cuartos donde los teníamos aislados y lo peor de todo, a hacer silencio; pues dormían todo el día y de no saber que estaban allí, nadie lo sabría.


Fue doloroso verlos tantas semanas, así, aunque gracias a Dios nunca presentaron el terrible problema de la respiración escasa o acelerada, nunca, gracias a Dios. Solo presentaron esa fiebre terrible tan alta, la pérdida de un par de sentidos y del apetito, y la tristeza interior de no saber qué podría pasar con ellos en un par de días.

Mientras eso pasaba, el doctor me preguntaba si me sentía bien, para entonces yo ya tenía dificultad para respirar profundo, como siendo muy difícil para mí bostezar o suspirar, y contando al médico de un pequeño espasmo que sentía en mi espalda, lo que le llevó a declarar que yo también estaba infectado. Y a mi hermano, igual, también caía como la cuarta víctima del Covid... Y luego mi cuñada. Verdaderamente pasábamos la peor etapa de nuestra historia.

Fueron semanas de dolor, de mucha tristeza, de desesperación. De llorar mientras comía. De haber enviado a mi hermana a "vivir" a casa de mi hermano para evitar que se contagiara. De hacer mucho té con cualquier cantidad de hierbas que salían en las noticias para combatir la enfermedad. De ver a mis padres casi muriendo, sin ánimo, sin nada más que el cuerpo sudoroso y caliente en las camas. De recibir apoyo económico de tanta pero tanta gente que se preocupó y oró por nosotros. De ir a hacer compras solo al supermercado sabiendo que en casa mis viejos sufrían. De ir a visitar a mi amor a su casa y no poder besarla ni tocarla, ni acercarme a ella. Y llorar mientras nos saludábamos de lejos utilizando ambos las mascarilla.

De ver a mi padre contento al ser declarado el primero DE ALTA por el médico, y ver que mi madre seguía muy mal.

De estar a punto de despedir a mi madre justo en el momento en que mi hermano (sano en ese momento y yo también) me dijo: "Tenés que estar preparado, vamos a llevar a mamá al hospital. Ya no podemos hacer nada nosotros. En manos de los médicos ella tiene que estar mejor". Y transportarla en mi carro hacia el hospital acá en Managua, verla entrar de la mano de mi hermano a ese hospital en el que visiblemente vivía la desesperanza, y no saber si la iba a volver a ver viva.

No saber si mamá algún día iba a volver a cocinar sin parar, a enviar sus cadenas de mensajes con citas bíblicas por WhatsApp, no saber si mamá iba a volver a casa.

¡Pero lo logró! Mamá fue "expulsada" del hospital. Le dijeron que no estaba tan mal como creía; y ahí nos dimos cuenta cuán valioso es orar. Cuánto le pedimos a Dios, cuántas noches de rodillas suplicando al Padre por la salud de ellos, de todos en el país, de todos el mundo que tanto sufrieron y siguen sufriendo. 

Simplemente resultó. Dios escuchó y nos devolvió a los viejos. Fue algo increíble cuando vi a mamá enviar una foto a sus contactos tomando su primera sopa con la camiseta que le regalé que decía "Super Mamá", porque lo es.

En diciembre, falleció Waldo, era mi perro/hermano que estuvo con nosotros alrededor de 10 años, por ahí más o menos. Ahora comprendo que cumplió su deber, cuidarnos hasta que se sintió listo para ir al Cielo de los Perritos. Desde allá arriba nos cuida y nos saluda, nos ve vivos y nos dice que le tocaba a él, no a mis viejos. Y comprendo que tenía que acudir al llamado. Lo extrañamos muchísimo.


Y así termina 2020, un año durísimo, el año en el que más lloré de todos mis 36 años. Pero sobre todo, el año en que descubrí lo que significa la fe, y cómo Dios siempre está allí, amándonos, cuidándonos, consolándonos, y enseñándonos que con ese movimiento leve y sencillo de poner las rodillas en el suelo, todo es posible.

Erick Ruiz José

Periodista

31 de diciembre de 2020